16 de julio de 2011

Ah, tampoco hay rumbo.

Asuntos que parecen insignificantes y triviales pero resultan ser mucho más que eso, son:
Caminar sola y sin importar como vas vestida o con quien puedas encontrarte. Uno, porque la música te lleva tan en otro planeta que incluso es capaz de inhibir el frío y dos; porque me busco las callecitas más inhóspitas y poco transitadas para pasar, cosa que nadie me moleste y en lo posible no toparme con gente (por algo salgo sola, si no pediría compañía, pero no es el caso). Disfruto mi soledad.

El porqué.
Si. Por masoquista y antisocial que parezca, disfruto más caminando sola que acompañada, y esto tiene varias razones.
De la primera se desprenden casi todas las otras, y es porque el ir acompañada condiciona que te controlen. Es decir, sola puedo salir dónde y a la hora que quiera, me detengo cuando quiero y decido volver cuando me sienta satisfecha con mi paseo y no cuando me doy cuenta de que estoy en la hora o que mi acompañante tiene otro compromiso (es por eso que escojo salir también aquellas mañanas/tardes/noches en las que no tengo ni una otra obligación que cumplir que me limite a seguir con mi recorrido).
Ahora bien, siguiendo con la idea, el salir sola significa ir donde quiero, caminar por la vereda que quiero y subir las escaleras de un cerro tan rápido o lento como quiera. Lo mismo pasa con la hora en la que elijo salir que, sobre todo en invierno cuando la luz es corta, suele ser en las mañanas. Ahí es cuando me aíslo placenteramente y pienso ¿cuáles son las probabilidades de que alguien quiera salir un sábado o un domingo por la mañana cuando lo más posible es que la noche anterior lo haya dejado sin energías para siquiera abrir los ojos pues, a las horas que yo decido despertar deben encontrarse –con suerte– en su tercer sueño? A mi temprana edad, me sobran dedos de una mano si cuento a quienes se han ofrecido voluntariamente a acompañarme. Y como siempre he dicho, nunca obligo ni le ruego a nadie su compañía, pues va contra mis principios autónomos. Es entonces por esta razón elemental que me encuentro sola caminando, frecuentemente.
Y sí, para qué andar con cosas. Esa es la gran razón. De ahora en más solo tengo razones que justifiquen mi gusto por caminar sola, para algunos injustificable.

Por lo general, hallo compañía en otras insignificancias. Aun en una multitud podría sentirme completamente sola.
La música es una tremenda compañía. Anula el ruido de los autos, las conversaciones de la gente y los portazos en las casas. Incluso, de vez en cuando y dependiendo el sector que transite, anula celulares en altavoz con letras realmente profundas tales como “…pasaría la noche dando, dando, dándole”. En tal caso, agradezco de sobremanera la compañía de mi mp3 al máximo de volumen (razón por la cual también estoy medio sorda y a la vez, razón por la cual no mucha gente me aguanta por la cantidad de veces que debo pedir que me repitan las cosas (razón por la cual ocupo muchos paréntesis aunque no ten… Puta, ya estoy hablando cualquier cosa)).

Los lugares que frecuento. A nadie (querido Nadie por favor, donde sea que estés, éste es el momento para presentarte) le resulta muy atractivo caminar por Playa Norte o por los pasajes que están más allá de Independencia, considerados casi rurales por los urbanos-aspirantes-a-cosmopolitas que solo transitan por el centro y hasta la plaza, los pasillos de aquello que le dicen “mall” o la connotada Zona Franca. O que a lo más en tiempos de verano frecuentan Bulnes o la Costanera. Para ellos, el sector del Humedal Tres Puentes es zona desértica y el Cerro de la Cruz solo sería una opción si tienen ganas de tomarse un vino en caja.
Bien. Ahora que he dejado en claro cuánto detesto las calles y sitios tan concurridos, abro paréntesis en mi último punto sobre el Cerro de la Cruz para preguntarme, ¿por qué la gente lo mira tan mal? Está tan solo a tres cuadras de Av. España y, a menos que vayas la noche que perdió la U con tu polera del Colo, nadie te va a sacar la cuchilla si te asomas. Si bien el viento pega más fuerte y las escaleras funcionan como anestesia para el trasero en caso de ser usadas como asiento,  es un estupendo lugar para pasear en la tarde y para, desde alguno de sus miradores, recordar que la ciudad no se reduce solo a calle Bories. 


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